jueves, agosto 01, 2013

El soldado (II)

Los cuatro avanzaron silenciosamente por la enorme cueva que parecía no tener fin. Sus sombras se proyectaban contra la pared y parecían bailar al son de una música que sólo ellas podían escuchar, haciendo volar la imaginación de Seluku, que empezaba a ver espíritus por todas partes. El silencio sólo se veía roto por el ocasional ruido de las sandalias resbalando sobre la gravilla que cubría el rocoso suelo. Más ramificaciones y más callejones sin salida. El tiempo parecía congelado. Shamash  podría haberse puesto y vuelto a salir un millar de veces y ellos ni se habrían enterado.

- Por favor, capitán. Demos ya la vuelta. Esta cueva podría llevarnos hasta el mismísimo Irkalla. – Sollozó Puzur, visiblemente asustado.
- Escúchame, pedazo de mierda de camello. No vamos a … - La frase del capitán murió antes de ser terminada.
- ¿Capit…
- Ssssssshhh… ¿no oís eso?

No lo oía. Bassia tampoco parecía oírlo así que se pegó al capitán para probar suerte desde su posición. Levantó la cabeza y le dirigió una sonrisa.

- Chicos, es nuestro día de suerte. Creo que el muy idiota ha hecho el trabajo por nosotros – Dijo el capitán – Matapanes, ven aquí y dime qué te parece a ti. 

Seluku hizo una mueca ante la mención de su apodo. Todos pensaban que no tenía valía más que para acabar con la comida. Algún día haría que se tragasen su altivez, especialmente el Capitán. Pero de momento, tocaba agachar la cabeza y obedecer. Así que   se acercó a su posición e intentó oír aquello que tanto interés había suscitado. 

- ¿Qué es, Seluku? – Preguntó Puzur desde la retaguardia.
- Alguien está gritando. – Era apenas audible y no se podía identificar qué decía, si es que decía algo. Pero era un mushkenu gritando sin duda.
- ¡Perfecto! ¡Me encanta cuando nos lo ponen fácil! No hagamos esperar a alguien que nos quiere a su lado con tanto empeño – Dijo el capitán con una sonrisa igual a la que lucía su mascota, Bassia, antes de iniciar la marcha apresuradamente.

Según iban avanzando por la cueva, el grito se volvía cada vez más intenso. Más desgarrador. Amplificado por las paredes de la cueva. Ahora que todos lo oían claramente, lo identificaron sin problema. Un desgarrador grito de dolor. Alguien estaba sufriendo enormemente. 

- Capitán, quizá sí que deberíamos volver. Eso no suena demasiado bien – Dijo Seluku, incapaz de contener más las ganas de huir de allí.
- Tonterías. Se habrá caído y se habrá roto algo. O se habrá golpeado la cabeza contra el techo. Cuando trabajaba en la mina pasaba continuamente. – Espetó el Capitán. 

Por mucha experiencia que tuviese, aquello no podía ser más que un error. Otro más en su larga lista de meteduras de pata. Nadie podía gritar así. Se hubiera desmayado hace tiempo. No, aquel sonido era algo que ningún ser podía emitir de forma normal. Quizá Puzur tenía razón y habían llegado a los dominios de El Tejedor [Lummu-Kuzaku, el actual dios de la muerte y señor del Irkalla], y aquellos eran los gritos de los muertos sufriendo por toda la eternidad.

Siguieron al Capitán que iba tomando caminos a la carrera sin dudar. Incluso algunos que Seluku pensaba que no les llevarían a ninguna parte. Hasta que llegaron a una abertura donde la cueva comunicaba con una estancia enorme. Grandes columnas naturales se levantaban hacia el techo, que apenas vislumbraban. El grito rebotaba en el enorme orificio cavernoso haciendo parecer que provenía de todas partes, aunque su intensidad había disminuido considerablemente. 

- ¡Capitán! ¡Volvamos por favor! – Dijo Puzur medio llorando. 
- ¡Te he dicho que te calles, niño! – Las palabras del capitán sonaron con poca convicción. 

Aquella sección no podía ser natural. No alcanzaban a ver los laterales de la cueva y apenas el techo. Se parecía demasiado a las descripciones que habían oído del inframundo. Decían que allí había casas hechas de polvo donde los espíritus residen alimentándose de barro. Casi podía ver criaturas hechas de sombras escondiéndose en el techo de la columna, esperando caer sobre ellos.

El Capitán se quedó dubitativo unos segundos. En su cara se podía ver que no tenía muy claro qué hacer a continuación. Los gritos apenas se oían ya así que con suerte podrían decir que habían perdido el rastro. Seluku deseaba ferviertemente que se fueran cuanto antes. Mientras pudiesen.

- Creo que debe estar por allí – Dijo el Capitán señalando algún lugar por delante y a la derecha de su posición. Sin embargo, al revés que antes, no se movió. De repente, el capitán se giró con una sonrisa en la cara. Una sonrisa malévola y cruel. Y dirigió dos simples palabras a Puzur. – Ve delante.

El terror cobró forma en la cara de Puzur, que dio un paso atrás.

- ¡No! ¡NO! ¡Me niego! – El grito de Puzur se perdió en la inmensidad de la cueva.

El capitán hizo una señal a Bassia con la cabeza. Este levantó su espada hasta estar a la altura de la garganta de Puzur, donde ninguna armadura le protegía. 

- No, Bassia, por favor… - Un reguero de lágrimas rodaban por la cara de Puzur. Viendo que no surtía efecto, miró a Seluku – Seluku, ayudame…

La mirada del muchacho pedía compasión a gritos. Seluku sabía que el chico no estaba preparado. Sabía que él tenía muchas más posibilidades de saber reaccionar a lo que quiera que encontrasen. Sabía que el Capitán aceptaría gustoso que cualquiera que no fuese él encabezase la marcha. Sabía que aquel chico podía llegar a valer más que cien Capitanes con sus cien Bassias. Pero también sabía, que él no era el tipo de hombre que le hubiese gustado ser, aquel capaz de hacer lo que considera justo.

- ¿Y bien, Matapanes? ¿Vas a ayudarle? – Preguntó el Capitán, impaciente.

[Este relato ha sido publicado en Deimar's (http://deimar.blogspot.com) bajo licencia CC BY NC SA]

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