domingo, enero 13, 2013

El hijo del barón

Una vez con la poción de disipar en mi poder... pues ni idea de qué hacer. Ni rastro de ninguno de los niños del barón. Ni idea de cómo entrar a la casa de Baba Yaga. Todavía me quedaban un par de cosas que hacer sin embargo. Primero, había un gigante de hielo al que alimentar. Y segundo, ahora que tenía todos los hechizos podía volver a visitar a Erasmus para ver qué tripa se le había roto para qué necesitaba saber tanto hechizo.

Aparentemente, era un cuerno muy grande... Just saying...

Le compré unas cien manzanas a Hilde y marché a alimentar al congelado gigante. El pobre no tenía tanta hambre, con 50 bastó. Agradecido por saciar su apetito, me dejó una gema (mágica aparentemente, pero ninguno de mis hechizos hace nada útil con ella, no vaya a ser que resulte que puedo hacer algo). Dado que la gema no me decía nada ahora mismo, la guardé en mi mochila por si en un futuro fuese a necesitarla. 

Erasmus fue algo más difícil de contentar sin embargo. Pasé otra vez las tres preguntas (algunas cambiaron) y me dirigí una vez más a la torre. Erasmus volvió a preguntarme uno a uno los hechizos que conocía. Esta vez, ya conocía todo lo que necesitaba saber, así que pasé su examen. Me pidió que cerrase los ojos, que tenía una sorpresa para mí. Los cerré, impaciente por saber cual iba a ser el premio por mi búsqueda de conocimiento: ¿algún poderoso hechizo? ¿un bastón de hechicero? ¿mi propia torre de mago? ¿una partida al juego de mesa "El laberinto de los magos"?... ¿En serio? ¿Una partida al juego de mesa? Frak you, Eramus. Frak you.

¡Opción de suicidar a mi roedor ya!

El juego era bastante simple. Cada mago colocaba a un roedor en un laberinto. El primer roedor que llegase a la meta en la parte inferior de la pantalla ganaba. Los roedores tienen voluntad propia y se mueven hacia donde quieren/pueden, pero se les puede asustar con dardos de fuego. Abrir puede recolocar las piedras del tablero para abrir agujeros (se recolocan para tapar otro agujero, que no se puede elegir). Disparar permite cambiar el tamaño del roedor (pequeño para pasar por las cuevas, mediano para bajar y subir escaleras y grande, que no sirve para nada). Atrapar permite recolocar escaleras y puentes (esta vez donde tú quieras). No había reglas, se le pueden hacer todas las perrerías posibles al roedor del contrario para que no gane: quemarle; retirar puentes y escaleras de su camino, incluso cuando esté pasando por encima; y cambiar el tamaño de tu roedor a uno más grande que el del contrario para que lo pise si se cruzan.

No parecía un juego muy complicado, y Erasmus se ofreció a enseñarme su hechizo de Cegar si le ganaba, así que allá fui. No es sólo que me humillara, es que además se tomó su tiempo para hacerlo. Mis habilidades mágicas no estaban muy afinadas y me quedé sin energía mágica enseguida, por lo que a los tres hechizos ya no pude hacer nada durante el resto de la partida, que fue agónica hasta que Erasmus pudo empujar a su roedor a la meta. Claramente, necesitaba entrenar más.

Ya que estaba allí, me acordé que no le había preguntado por los bandidos (que hay que seguir la tónica de preguntarle todo a todo el mundo), pero todo lo que obtuve por respuesta fue que, en su no tan modesta opinión, ese warlock que acompañaba a los bandidos no sabía magia, ya que sólo usaba trucos de feria como bombas de humo.

Salí de allí dispuesto a enmendar mi falta de entrenamiento:

It's the eye of the tiger, it's the thrill of the hunt... ups... wrong one.

Varios días después, era una máquina de matar (sin hechizos, claro, a base de dagazo en el ojo) y tenía suficiente energía como para ganar a Erasmus (y que me sobrase, soy un hacha). Ahora que tenía el hechizo de Cegar en mi poder, era hora de hacer frente al ogro. [hipotéticamente, habría estado alguna que otra vez en la cueva que guarda el ogro y habría comprobado que necesitaba entrenar para hacer frente a este desafio que me habría costado la vida alguna que otra vez].

Nada  más llegar, lancé el hechizo de calmar sobre el ogro, que pareció perder las ganas de comer criadillas de mago. Me adentré en la cueva para ver qué contenía. Dentro había muy poca luz, pero pude distinguir la silueta de lo que parecía un oso. Al acercarme, el oso me amenazó poniéndose sobre dos patas. Esto me permitió ver que el pobre tenía un pie encadenado. Volví a lanzar el hechizo de Calmar (Best. Spell. Ever) y el oso me permitió acercarme. Intenté quitarle la argolla, pero parecía cerrada y toda la cadena tenía un aura mágica (gracias hechizo de Detectar Magia, muy útil... a diferencia de Abrir, que por supuesto no me permitió abrir la argolla...). No podía hacer nada por el pobre, pero la cueva continuaba así que me adentré un poco más.

Además del oso, residencia del sr. y sra. Pixel.

Llegué al final de la cueva, donde un kobold parecía habitar. El kobold estaba meditando en un altillo. Una mesa ocupaba el centro de la cueva, con un plato de hongos listos para ser comido. Lancé Detectar Magia para ver qué peligros podía esperar. El kobold emanaba una fuerte aura mágica, así como la llave que llevaba colgada al cuello, y también descubrí la existencia de un cofre invisible al lado de la mesa. Intenté Atrapar la llave, pero no lo conseguí y eso sólo despertó al kobold. Parecía enfadado y mucho más apto que yo en las artes mágicas. Se lanzó un hechizo protector y se puso a lanzarme bolas de fuego. Intenté responder con mis dardos, pero rebotaban contra su hechizo. Parecía una batalla perdida de antemano, ante un rival muy superior. Sólo restaba observar con pánico cómo descendía mi vida se escapaban mis efluvios vitales. Pero... ¡un momento! ¡El hechizo de Cegar!. Lancé el hechizo y un destello de luz cegó al kobold, dejándolo paralizado. Procedí a utilizar la técnica que tan bien me había funcionado durante mi entrenamiento: daga al ojo. Funcionó parcialmente, ya que tras un par de golpes, el kobold se teletransportaba al otro lado de la habitación (tenía que haberle elegido de maestro, parece bastante mejor que Erasmus...), teniendo que volver a cegarle.

Este pequeño ... kobold... merece mil muertes. En serio.

Tras una larga, larga, larga batalla, el kobold finalmente sucumbió a mi acero. Era una pena, pero eso es lo que les pasa a los kobolds hechiceros que viven en sus cuevas sin molestar a nadie. Que llega un heroe cualquiera y les lincha sin mediar palabra. Ley de vida. Como también lo es recoger los beneficios de la victoria: la llave. Porque obviamente, un kobold que vive en una cueva no tiene nada más. O si lo tiene, lo tiene en un cofre invisible, que amablemente estalló al lanzarle Disparar. El cofre contenía la mayor cantidad de oro que había visto nunca: 10 monedazas de oro. La cantidad de pociones (1) que iba a poder comprarme con ese dinero. ¡Rico!.

Al salir comprobé que el hechizo que lancé al oso había terminado. Volví a lanzarlo para que me dejase acercarme y le quité la argolla. El oso se transformó en un joven con pintas de noble que afirmó ser el hijo del barón. Con un aire muy pomposo que prácticamente me hizo lamentar haber matado al kobold, el muchacho me dijo que ya iba siendo hora, y que se volvía al castillo (¿un gracias al menos?). Por supuesto, lo hizo teletransportandose. Porque frak me.

Quizá nuestra graciosa daga decida introducirse entre tus costillas. Just saying.

Fui al castillo a por mi recompensa y, para mi sorpresa, me recibió el mismísimo barón en sus aposentos. Obligó a su hijo a darme las gracias (aunque más pareció que estaba perdonándome la vida) y me dio una cantidad de monedas de oro que podía considerar no despreciable. El pobre hombre parecía esperanzado de que pudiera levantar la maldición que pesaba sobre él, y estaba tan alegre que la fiesta que montó duró hasta el día siguiente. Aunque, francamente, no recuerdo nada más allá de las seis de la tarde.

Oro. Quiero oro. Dejate de rollos.

Uno menos. Una petarda y una bruja para acabar.

To be continued...

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