domingo, julio 21, 2013

Sobre los Uridimmu (y II)

Nos despertamos en mitad de la noche al ruido de animales agitados. Nos vestimos rápidamente y salimos de la tienda. El campamento entero estaba en pie y preparado para una lucha. Amir se encontraba sentado removiendo los restos de la hoguera. Nos ordenó que nos sentáramos con él y que nos mantuviéramos en silencio. Tenía la mirada de quien espera que la muerte pase de su puerta, aunque esté preparado para enfrentarse a ella. Los caballos y dromedarios estaban intranquilos, atados a los árboles del oasis que se encontraba a unos pocos kanus [1 kanu son aproximadamente 3m] de las tiendas. 

De aquella noche, recuerdo mi nerviosismo. No soy un luchador, y mis compañeros de viaje estaban demasiado débiles como para defenderse de algo que ponía nervioso a cincuenta Amorreos armados. Miraba hacia todas partes, pero no veía nada. Tampoco se oía nada que no fueran nuestros animales. Y de repente, uno de los jóvenes nómadas que se encontraba encaramado a una de las palmeras del oasis dio un grito de alarma.

Su mano señaló a Amurru [oeste], pero yo seguía sin ver nada. Los Amorreos se prepararon para el combate, corriendo todos a proteger a sus animales. No lo podía creer. El campamento estaba totalmente desprotegido. Intenté razonar con Amir que aquello era una locura, pero estaba demasiado concentrado mirando a sus hombres así que confié en su criterio y observé. Y entonces lo vi, y mi corazón se paró.

La mole avanzaba a una velocidad endiablada por el desierto. Sin hacer el menor sonido. Debía de ser tan grande como dos caballos, y sus numerosas patas eran como lanzas. Tenía varios pares de pinzas tan grandes como los propios Amorreos, y su cola terminaba en un aguijón que hubiera podido atravesar perfectamente a un soldado con escudo y armadura.

Una nube de flechas cayó sobre la criatura, rebotando contra su caparazón. Los Amorreos formaron un muro de lanzas delante de sus animales. Los dromedarios y caballos gritaban enloquecidos. Y la criatura con ellos. Un sonido gutural que me dejó completamente paralizado. 

Atravesó el muro como si no hubiese nada y arremetió con sus pinzas sobre uno de los dromedarios. Una segunda línea de amorreos se posicionó entre la criatura y su presa con enormes escudos. Las pinzas atravesaron la madera como si se tratase de arcilla, así como al propietario del escudo. El resto de ellos, empujaron a la criatura con todas sus fuerzas, llegando a separar sus patas delanteras del suelo.

Los lanceros rodearon a la criatura y empezaron a atacarla. La mayoría de los embates no parecían afectarla, e incluso me pareció ver algunas lanzas rompiéndose, pero otras consiguieron penetrar sus defensas y hacer que la criatura dejase de atacar a los que llevaban los escudos.  

El monstruo giró sobre sí mismo a una velocidad increíble para algo de ese tamaño. El golpe de su cola levantó una nube de arena y sangre donde hasta hacía poco se encontraba un Amorreo. Con sus garras hizo un barrido que tiró al suelo a otros tantos. Los nómadas gritaban en su extraña lengua intentando reorganizarse y separar a la criatura de los animales, que a su vez se movían desesperados alejándose todo lo que les permitían las cuerdas.

He conocido a muchos soldados y mercenarios, y he presenciado muchas luchas. Pero pocas veces he visto a nadie luchar con tanta pasión y arrojo como estos Amorreos, defendiendo a sus bestias como si fuera su propia vida lo que estaban defendiendo. Estos seres, que en tiempos más pacíficos no tienen ningún problema en acuchillarse unos a otros, frente a un enemigo común se convierten en una fuerza temible.

La criatura recibía ataques por todas partes, y aunque su caparazón paraba la mayor parte de los golpes, empezaba a encontrarse bastante confusa y lanzaba ataques de forma caótica. Los Amorreos se movían continuamente. Los lanceros bailando su danza mortal. Los demás tratando de arrastrar a los que iban cayendo y sustituyéndoles en su ataque. Una batalla digna de verse. 

Sangre, sudor y arena, es todo lo que la bestia dejó atrás cuando huyó al ver que aquella victoria le podía salir demasiado cara. Sangre, sudor, arena y un silencio inquietante y tenso, el silencio de los que saben que a duras penas han ganado una batalla hoy, y que pronto tendrán que repetir su lucha. Sumidos en este silencio los Amorreos socorrieron a sus heridos y recogieron a sus muertos. 

El balance de la noche se había saldado con tres almas perdidas y diez guerreros que tardarán algún tiempo en volver a ser útiles. Y tan sólo un dromedario herido. No conozco a ningún ciudadano que hubiera luchado con tanto valor para protegerse a sí mismo, mucho menos a su prójimo o sus animales o sirvientes contra una criatura que no aparece ni en sus más oscuras pesadillas. Tiempo después pude poner nombre a aquella criatura, descrita vagamente en los registros del sabio Anepada y bautizada como un Eriamalaku. Un caminante de las arenas.

Al día siguiente asistí a los rituales funerarios, si es que se les puede llamar así. Los Amorreos no parecen tener sacerdotes ni religión. O al menos yo en todos estos años no he podido descubrir ningún signo de ello. He oído historias que se cuentan durante las frías noches al lado de las hogueras. Historias sobre imperios ancestrales, dioses muertos y sueños enterrados bajo la arena del desierto. Y por ello, cuando un guerrero Amorreo muere, las mujeres cubren su cuerpo con la piel de su querido animal, y el cadáver es enterrado en el ardiente suelo, sin ningún tipo de ceremonia. Los vivos honran su memoria celebrando un festín sobre él, más grande cuanto mayor honra se le quiere dar al muerto. El de ese día fue enorme.

A los Amorreos se les suele llamar Uridimmu en tono despectivo. Por su curioso aspecto y porque su profundo amor por su tierra a veces les vuelve locos cuando están alejados de ella. Considerados bárbaros sin salvación, viven una vida siempre al borde de la muerte en uno de los territorios más arduos conocidos. Orgullosos y fieros. Honorables y compasivos. A veces no puedo evitar preguntarme, ¿qué es lo que  ven ellos cuando nos ven a nosotros? ¿acaso no seríamos nosotros los bárbaros?

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Tabla XII del tratado de Ocapromol sobre la frontera occidental del gran Imperio de Akkad

[Este relato ha sido publicado en Deimar's (http://deimar.blogspot.com) bajo licencia CC BY NC SA]

[Parte 1]

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